Ella fingía mirar los estanques, las esculturas, los bancos gastados por el invierno, pero cada cierto tiempo giraba la cabeza con un movimiento pequeño, casi imperceptible, como si quisiera confirmar algo sin delatarse. Y lo confirmaba: alguien la estaba fotografiando.
No eran fotos turísticas. No era un transeúnte entusiasmado por su abrigo rojo o por su melena suelta. Aquello tenía la precisión de un francotirador. Cada clic llegaba amortiguado, capturado por un objetivo largo escondido detrás de un tronco o quizá bajo la capucha de un desconocido sentado en un banco. Fotos comprometidas, fotos que no debían existir.
Kary siguió caminando, rozando con los dedos la barandilla metálica junto al canal, intentando parecer indiferente. Su respiración, sin embargo, era un metrónomo descompensado: un ritmo que no coincidía con la calma del parque. La humedad del aire le pegaba la ropa al cuerpo, volviéndola más consciente de sí misma, de cada gesto que podía ser interpretado —o malinterpretado— desde un visor oculto.
Al cruzar un pequeño puente de madera, la sensación se intensificó. No fue un sonido, ni un movimiento claro… fue más bien un instinto, como si el parque entero estuviera conteniendo la respiración. Un cuervo graznó desde una farola, rompiendo el silencio justo cuando otro clic resonó, esta vez más cerca.
Kary se detuvo.
No se volvió. No corrió.
Simplemente apoyó ambas manos sobre la barandilla del puente y miró el agua oscura que corría debajo. Era una señal silenciosa: sé que estás ahí.
Y entonces, por primera vez, la cámara falló. El fotógrafo dudó. Ese segundo de vacilación era todo lo que ella necesitaba.
Kary sonrió, una sonrisa corta, afilada, casi cruel. No porque disfrutara del peligro, sino porque acababa de recuperar el control de la escena.
El viento sopló desde el Báltico, levantando su abrigo rojo como una bandera. Y en esa imagen —inesperada, poderosa, involuntaria— estaba la foto más comprometida de todas… pero también la que nadie conseguiría captar.
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